martes, 13 de marzo de 2012

La Copla

El aire era una mezcla de alquitrán, sudor y sangre. Los gritos airados de los jefes y los alaridos de los heridos se entremezclaban con los vapores del tren. Sin embargo, reuní la fuerza suficiente para abrir los párpados, la vi y se me antojó que era un ángel.
 era una mujer alta y de lineas redondas, que recogía su pelo tirante en un moño y llevaba un delantal blanco y almidonado marcándole la cintura. Me di cuenta de que era una enfermera que junto a una compañera repartían, entre mis compañeros soldados, bebidas de limón exprimido que mantenían frescas en castos con hielos. No perdía la sonrisa ladeada, casi coqueta, y habría jurado que me la dedicaba justo antes de que metieran la camilla en la ambulancia.
 Permanecí inconsciente durante unos dias y fue su voz dulce cantando copla la que terminó por espabilarme. Me pasaba hielo por los labios, ya que yo no podía tragar ni una gota de agua. La bala que me alcanzó en mi puesto de antiaéreo entró por mi garganta y salió con fortuna junto a mi nariz. Mi padre siempre decía que nuestra nariz aguileña debía traernos fortuna, ya que era un rasgo que acompañaba a nuestra familia desde generaciones. A mi entender, me hacía parecer más un judío que un español del sur.
 Escuché que la llamaban Maruja y olía a violetas. Cada vez que se acercaba a curarme la heridas era como sacar la cabeza por una ventana a un prado en flor. Me la comía con los ojos pero ni siquiera podía ofrecerle una sonrisa con aquel incómodo vendaje. pero ella sí que me sonreía y sus coplas me hacía más efecto que los calmante. Se sentaba entre las camas y entonaba "Capote de grana y oro" si se acercaba Don Antonio, el médico de aquel hospital improvisado.
 Reuní fuerzas y valor un día, y tirando de su mano acerqué su cara a mi boca. Su oreja cosquilleó mi nariz y mi voz sonó como un eco.
  –Quiero que me cante el resto de mi vida.
 Al mismo tiempo, le agarré la mano y deslicé mis dedos por su anular figurando que la desposaba.
 –¡Vaya soldado!, cuanto valor y descaro cargan tus primeras palabras –. Noté que se sonrojaba y volvía a ladear su sonrisa.
 Desde entonces, sus cuidados se tornaron más mimosos y aumentaba lo que marcaba el mercurio en mi parte para el médico, asegurándose mi permanencia allí. Yo aprovechaba para enredar mis dedos fugazmente entre los suyos en cada cura, para besarla al aire cuando se acercaba y retener el olor a de sus manos sobre mi muñeca cuando me tomaba el pulso. ME aterraba lo rápido que cicatrizaban mis heridas y lo evidente de mi mejora. Pronto me devolverían al frente, lejos de mi coplera, de mi cielo en la tierra.
 Maruja faltó un día cuando ya no tenía fiebre y fui sentenciado a regreso al campo de batalla. No volví a verla pero la esperanza de escuchar su voz de nuevo me hacían de coraza. Pasé los primeros meses destinado en Zaragoza y creí caer muerto varias veces en Guadalajara, dedicándole siempre el que pensaba sería mi último pensamiento.
 Dos años pasaron hasta el fin de la Guerra sin saber de ella, y con mis primeros días libres me dirigí en su búsqueda. No la encontré en el hospital ni se acordaban de ella. Maldije no saber donde vivía ni de quien era hermana o hija. Paseé por las calles buscándola en todas las casas hasta consumir el día.
 Comino de la estación con el alma rota me convencí de que, de todas formas, ella ya no me recordaría.
 –"Y el día que nací yo qué planeta reinaría, por donde quiera que voy que mala estrella me guía..."
 Alcé la cabeza y via quien regaba geranios de un balcón cantando copla.
 –¡Maruja!
 Me quité la gorra y la agité por encima de la cabeza para llamar su atención.
 –¡Soldado! –los ojos se le abrieron al verme y ladeó la sonrisa como yo la recordaba–. ¡Dios es grande por devolverte a mi lado!
 Quería impresionarla y que se entregara a mis brazos. Me alisé el uniforme y recoloqué la gorra ladeada mientras la esperaba.
 Los minutos que tardó en bajar las escaleras fueron más agónicos que mis noches en las trincheras. Se había desatado el delantal en los últimos escalones y lo arrugaba entre las manos como si estuviera estrujando su corazón.
 Su dedo seguía desnudo. Supe que me había esperado.


Elena Castillo

1 comentario:

  1. Ahhhhh, Elena, me has enamorado con esta historia. Te juro que me ha encantado. ^^ ¡Qué tierna!

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